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Este artículo fue publicado originalmente en medio de la pandemia en el 2020, y por eso incluye múltiples referencias a la crisis sanitaria y las medidas para el control de contagios.

Últimamente no dejo de pensar en la Guerra del Pacífico. No tanto en el conflicto mismo o sus causas, sino en la manera como reveló violentamente la endeble articulación sobre la que existía la República, poco más de medio siglo después de su creación.

Desde el inicio de la guerra, la fragmentación interna en el liderazgo peruano hizo que lo difícil escalara hasta lo trágico, y derivó en un proceso de reconstrucción marcado por el caudillismo, el entrampamiento, el conflicto interno, y finalmente la imposibilidad de articular un proyecto coherente de nación. No fue solamente un fracaso de lo público, aunque ciertamente existió un vacío determinante en el liderazgo político y en la gestión desde el Estado. Pero el fracaso fue completo y sistémico. No existió ningún liderazgo importante desde el sector privado tampoco que compensara ese vacío. Al estilo de la ley de Murphy, todo lo que pudo salir mal salió mal y en el peor momento posible. Durante décadas.

La razón por la que no dejo de pensar en los años durísimos que siguieron a la guerra es por el perturbador paralelo que tiene con el presente. Apenas hace unos días, Alberto Vergara publicó una columna construida enteramente a partir de frases de Manuel González-Prada, el principal autor que realizó una crítica feroz de nuestros líderes e instituciones a finales del siglo XIX. La vigencia de su lenguaje es perturbadora. Estamos presenciando un colapso sistémico comparable con el que experimentamos en 1883: la incapacidad de los poderes del Estado para timonearnos efectivamente a través del descalabro, la negligencia del sector privado para suplir el vacío de liderazgo e introducir energía e innovación, y la apatía generalizada de un cuerpo social resignado a bailar con su propio pañuelo como mejor se pueda.

A menos de un año de cumplir doscientos años de historia republicana, nada de lo que está pasando hoy fue imposible de predecir. Ninguno de los factores que hoy nos pasan factura escapaba de nuestra identificación o comprensión. Y aún así todo esto estalló y sigue estallando en nuestra cara todos los días. Pero quizás lo peor es que frente al pánico, nuestra reacción instintiva como colectivo social es intentar volver las cosas a la normalidad lo más rápido posible. Tratar de que todo esto se vaya, si no puede ser de verdad al menos ilusoriamente. Reactivar la economía, volver a salir a trabajar, hacer que esto desaparezca lo más rápido posible.

Por un lado, eso no va a pasar. Pero por otro, quiero pensar que eso no debe pasar. Lo que nos está ocurriendo como país es una tragedia, pero tenemos que encontrar en la tragedia la motivación para reconstruir algo nuevo, algo mejor. No podemos volver a la normalidad de la que venimos — tenemos que construir una nueva. Tenemos que pensar en este paréntesis como la oportunidad para tomar nuevas decisiones, probar cosas nuevas, explorar nuevas direcciones. Porque no vamos a terminar en una situación mejor haciendo lo mismo que hemos hecho siempre.

Tenemos que aprender de las lecciones de 1883. Tenemos que ser mejores que nuestro pasado.

Tres ideas al revés

Hay tres creencias que creo que nos desarman para pensar en nuestro futuro de manera novedosa — tres creencias que creo que tenemos que dar vuelta si queremos plantearnos nuevas preguntas.

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Dice: no podemos pensar en una visión a largo plazo para el país porque tenemos que responder a una crisis permanente.
Debe decir: tenemos que responder a una crisis permanente porque no pensamos en una visión a largo plazo.

La conversación de los últimos días es un ejemplo de ello: toda la energía de la discusión pública está orientada hacia restaurar el flujo de caja, pero prácticamente no dedicamos atención a cuál va a ser nuestra visión a largo plazo, qué tipo de estrategia queremos impulsar como país. La vida política peruana es una sucesión interminable de apagar incendios sin responder a las causas profundas de los problemas sistémicos — y esta concentración en el corto plazo no es exclusiva al dominio del Estado.

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Dice: la discusión sobre el futuro es imposible porque estamos entrampados por las ideologías.
Debe decir: la discusión sobre el futuro es imposible por una ausencia absoluta de ideologías.

Nos hemos creído que “las ideologías” son algo malo que tiene que ser evitado, y en la negligencia ideológica lo único que ha aparecido para suplantar ese vacío son los intereses particulares enmascarados de bienestar público. Las ideologías desde las que pensamos el futuro del país no deben ser tablas de la ley a las que se fuerza la interpretación de la realidad, sino perspectivas informadas, dinámicas, y adaptativas sobre cómo podemos imaginar el futuro y cómo lo hacemos posible. Las ideologías pueden y deben conversar entre sí, y todos nos beneficiamos de una conversación sobre el futuro que refleje múltiples puntos de vista — en lugar de una negociación oscura donde se repartan los beneficios a corto plazo.

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Dice: para recuperarnos, tenemos que volver a lo que somos buenos.
Debe decir: para recuperarnos, tenemos que aprender a ser buenos en nuevas cosas.

El mejor ejemplo de esto es cómo pensamos sobre la minería como motor de crecimiento. Puede ser cierto que, históricamente, hemos sido un país minero, por la coincidencia fortuita de que nuestro subsuelo está lleno de minerales que otros consideran valiosos. Pero eso no tiene por qué significar que el único futuro que podemos imaginar pasa únicamente por cómo facilitamos la capacidad para sacar minerales del subsuelo que otros consideran valiosos. Tenemos que utilizar los beneficios de esa coincidencia fortuita para construir nuevos motores de crecimiento, diversificar nuestra economía con motores que sean más sostenibles, y sobre todo más humanos.

Tenemos que asumir el reto de pensar en el país, de manera sistémica en el largo plazo. Eso no quiere decir que haya que descuidar el presente ni dedicarnos a la filosofía (por favor no). Quiere decir que en la medida en que no nos atrevamos a formular visiones para el país a futuro, nos será imposible tomar decisiones y establecer prioridades sobre qué queremos hacer y dónde queremos hacer inversiones. Sufrimos de una alergia colectiva, una resistencia a dedicar tiempo y energía a pensar sobre el futuro, como si fuera una pérdida de tiempo o un ejercicio inútil. Pero cuando menos deberíamos pensar lo siguiente: en nombre de lo práctico y de lo urgente hemos evitado sistemáticamente responder a la pregunta por nuestro futuro — y a pesar de ello, estamos como estamos. Eso, por sí solo, debería ser incentivo suficiente para pensar en las cosas de manera distinta.

Un portafolio de apuestas hacia el futuro

Un modelo bastante utilizado en la innovación corporativa establece que una organización debería invertir en un portafolio de innovaciones segmentado en tres “horizontes”: un primer horizonte enfocado en la mejora continua de las actividades centrales a la organización, un segundo horizonte dedicado a la exploración de oportunidades adyacentes, y un tercer horizonte concentrado en la exploración de nuevas oportunidades de mucha mayor incertidumbre.

No pretendo insinuar que un país, o un gobierno, deban funcionar como una corporación — esa es una idea bastante ingenua. Tampoco quiero meterme en la discusión sobre si el modelo de los tres horizontes es o no el mejor para pensar sobre el futuro, pues hay buenos argumentos para cuestionar su vigencia. Creo que lo más importante a rescatar es, primero, que ante la incertidumbre es necesario desarrollar una estrategia que explore múltiples apuestas en simultáneo; y segundo, que ese portafolio debe incluir opciones con diferentes perfiles de riesgo y expectativa de retorno en el tiempo. Creo que eso es suficiente para permitirnos empezar a imaginar una estrategia para la reactivación futura que contemple esfuerzos distribuidos a través de más de un horizonte conceptual.

¿Cómo se podría ver un esquema de este tipo?

Horizonte 0: sin salud no hay economía

En un mundo ideal, o al menos funcional, no tendríamos que especificar esto. Pero no nos encontramos en un mundo ideal, ni en uno funcional, así que hay que ser explícitos: no hay recuperación ni reactivación económica sin primero controlar la curva de contagios y proteger la salud de las personas.

Pero sí debería existir un portafolio de iniciativas destinadas a lograr este objetivo. El despliegue, por ejemplo, de esquema de testeo, rastreo y aislamiento a escala, o de herramientas de rastreo digital. El despliegue de mecanismos de apoyo para permitir que las personas se queden en sus casas a través de la provisión de canastas básicas de alimentos o bonos universales, y la masificación de campañas educativas e informativas orientadas a la formación de nuevos hábitos que permitan a las personas reducir las probabilidades de contagio ante la imposibilidad de poder quedarse en casa. La Organización Mundial de la Salud ya fue explícita en señalar que no existe bala de plata que resuelva mágicamente la pandemia. En consecuencia, tenemos que adoptar un enfoque diversificado, experimentando continuamente y midiendo constantemente los resultados a través de data cuantitativa y cualitativa.

Foto de Martín Rosales, tomada del Archivo COVID19 Perú.

Horizonte 1: reactivar la pequeña y mediana empresa

La minería mueve muchísimo dinero, pero el empleo en el Perú depende de la pequeña y mediana empresa, y de ese empleo masivo depende la capacidad de consumo que reactivará la economía. La salud de la pequeña y mediana empresa es la salud de la economía y su principal sistema circulatorio para poder crecer a largo plazo. Así que tenemos que pensar de manera creativa sobre cómo podemos fortalecer la reactivación de esa pequeña y mediana empresa.

Miles de personas que hoy se están quedando sin trabajo están improvisando nuevos negocios de la mejor manera que pueden, para poder recuperar algún tipo de ingreso. Miles de estos negocios nacerán como emprendimientos informales, y eso no tiene por qué estar mal: en nuestro contexto presente, la informalidad se convierte en la oportunidad de arrancar un nuevo negocio lo más rápido posible, y la velocidad de la reactivación es importante. Pero sí tendríamos que preocuparnos porque esa velocidad se maneje dentro de algunos parámetros básicos: en primer lugar, que cualquier emprendimiento nuevo o existente pueda adaptarse rápidamente a los protocolos de salud y seguridad que ayuden a controlar la pandemia; en segundo lugar, que tenga acceso a inteligencia de negocios que lo ayude a orientar sus decisiones iniciales — por ejemplo, ¿qué categorías tienen mayor saturación, o dónde existen necesidades menos atendidas? En tercer lugar, que estos pequeños negocios tengan acceso a las herramientas y los contenidos que les permitan profesionalizar su operación lo más rápido posible — antes que empujar la formalización, brindar los mecanismos para que la gestión de estos negocios pueda hacerse de manera más ordenada y eficiente para poder generar mejores resultados en el mediano plazo.

Foto de Diogo Mendoza, tomada del Archivo COVID19 Perú.

Horizonte 2: reinventar industrias detenidas

La pandemia y la cuarentena han significado que algunas industrias han tenido que detenerse total o parcialmente. El sector turismo, por ejemplo, se ha visto profundamente afectado, y no tiene tampoco un horizonte claro de cuándo podrá volver a operar ni cuándo se recuperará la demanda. La industria del entretenimiento está pasando por una situación parecida, y toda la industria gastronómica experimenta algo similar aunque en menor medida ahora que se han relajado un poco las restricciones. El futuro de estas industrias es hoy radicalmente incierto.

Pero dado que toda la operación de estas industrias está parada (o por lo menos frenada), puede ser también una gran oportunidad para reinventarlas por completo. Los hábitos de consumo en estas industrias probablemente vayan a cambiar para siempre (y quizás eso no sea malo), de modo que tiene sentido entender bien esos hábitos y reinventar la industria en torno a ellos, en lugar de esforzarse por reactivar la operación existente a como dé lugar. Esto es algo que ya está empezando a pasar en algunos lugares con la industria del turismo.

Esta es una oportunidad para generar colaboraciones interesantes entre múltiples sectores: entre las empresas de la industria, los organismos relevantes del sector público, y las universidades, por ejemplo. De esta manera podrían generarse esfuerzos de investigación y diseño que terminen convirtiéndose en proyectos de innovación que puedan implementarse en organizaciones existentes; como podrían también derivar en iniciativas de innovación abierta que apunten hacia la creación de nuevos emprendimientos que tengan mayor libertad para experimentar y traer dinamismo a estas industrias.

Horizonte 3: apostar por nuevos motores de crecimiento

El mundo después de la pandemia debería ser diferente al mundo antes de ella. Deberíamos esforzarnos por corregir muchos de los problemas estructurales que nos pusieron en esta situación. Deberíamos dedicarnos a construir un nuevo mundo que sea mucho más sostenible, más inclusivo y mucho más humano, con nuevas oportunidades para que más personas participen de actividades que tengan un mayor valor agregado. Puede que la minería sea una salida necesaria en el corto plazo, pero no es razonable que sea nuestra única y principal carta cuando pensamos en el país del futuro. De modo que tenemos que empezar, hoy, a imaginar y apostar por nuestros nuevos motores de crecimiento que deberían estar impulsados por la creatividad, la ciencia y la tecnología.

A manera de ilustración, dos ejemplos. Con la formidable biodiversidad que tenemos, tenemos al mismo tiempo una enorme responsabilidad así como una oportunidad de desarrollar esfuerzos significativos en torno a la economía verde, fomentando la inversión en ciencia y tecnología vinculada a la prevención y mitigación de los efectos del cambio climático. Esto implicaría desarrollar capacidades en biotecnología, en bioinformática, en técnicas avanzadas de manufactura, y múltiples otras disciplinas que serían necesarias para realmente sacarle el jugo al potencial de lo que esto puede significar para nosotros. Cualquier economía futura que construya el Perú debería ser especialmente sensible hacia el impacto ambiental de sus actividades, dado que somos uno de los países que se proyecta sufrirá en mayor medida las consecuencias del cambio climático. Invertir en la mitigación anticipada de estos efectos es invertir en oportunidades para generar una economía completamente nueva y una serie de industrias con potencial de escala global.

De manera análoga, con la formidable diversidad cultural que tenemos podemos imaginar el enorme potencial que tendría el desarrollo de una economía naranja — una industria cultural de productos y servicios que se apoye sobre la base de la creatividad de nuestras comunidades. Las plataformas de distribución digital nos permiten imaginar productos culturales de alcance global a través de todo tipo de medios y contenidos que pueden alimentar la creación de capacidades propias de las industrias creativas digitales: diseño visual, diseño de interacciones, desarrollo de software, distribución digital, producción audiovisual, y tantas otras disciplinas que se verían fortalecidas. El crecimiento global de la gastronomía peruana es quizás el mejor testimonio de que una economía naranja de estas características tiene un enorme potencial para adquirir escala y relevancia planetaria.

Estos son solo dos ejemplos, pero podrían haber otros. La objeción usual consiste en señalar que simplemente no tenemos las capacidades para desarrollar este tipo de industrias — pero esa es precisamente la razón por la que deberíamos invertir en ellas, porque necesitamos desarrollar ese tipo de capacidades. De allí que estas deban ser apuestas con miras a un horizonte más distante, porque hay que realizar inversiones a largo plazo, desde múltiples frentes, y cultivar múltiples apuestas simultáneamente con la esperanza de que algunas de ellas tengan éxito en el futuro. El grado de incertidumbre es alto, pero esa no debería ser la razón por la que dejemos de hacerlo. Tenemos, más bien, que encontrar los mecanismos de colaboración entre sectores y actores que nos permitan perseguir estos compromisos a largo plazo. Nuestras desventajas en ciencia, tecnología e innovación no son la excusa para dejar de hacerlo, sino que son la razón por la cual tenemos que hacerlo.

Un futuro que sea mejor que el pasado

El economista Joseph Schumpeter escribió hace muchos años sobre cómo el motor del crecimiento económico es la destrucción creativa. Las industrias y las organizaciones en una economía están incentivadas a buscar continuamente nuevas y mejores maneras de hacer las cosas, y esa búsqueda continua de innovación genera dinámicas a través de las cuales viejas industrias, organizaciones, procesos y mentalidades son reemplazadas por nuevas que tienen una mejor capacidad para adaptarse a un contexto cambiante. El proceso de destrucción creativa no es lineal ni es predecible: uno no puede simplemente decidir un día que de ahora en adelante va a ser más eficiente en el uso de sus recursos. Estas mejoras suceden a través de dinámicas continuas de experimentación e investigación, abriendo múltiples líneas de exploración con la esperanza de que algunas de ellas generen réditos en el futuro.

En otras palabras, ante la certidumbre del cambio y la incertidumbre sobre el futuro, necesitamos un portafolio de apuestas que respondan a diferentes tipos de variables y posibilidades. La construcción de ese portafolio se convierte en una apuesta estratégica sobre cómo creemos que se verá el futuro.

Pero como país, carecemos de esa visión sobre el futuro. Apostamos sistemáticamente por la bala de plata de moda, con la esperanza de que mágicamente lo resolverá todo. En mi tesis de maestría hice el intento por documentar cómo se construye así una doble dinámica, ilustrada a través de la historia de la industria peruana de videojuegos: por un lado, se constituye una narrativa oficial que busca desplegar una panacea que genere resultados en el corto plazo; en paralelo, esa narrativa oficial invisibiliza múltiples otras posibilidades de crear valor de manera novedosa que no son compatibles con esa narrativa. En lugar de nutrir la actividad orgánica de comunidades creativas que están asumiendo gran parte del costo de la experimentación, las relegamos a una periferia donde no pueden explotar todo su potencial por la falta de acceso a recursos y conocimientos.

Quiero creer que podemos evitar el espectro de 1883, y que podemos hacerlo en medio de la crisis y la confusión y la incertidumbre, asumiendo el reto de pensar en qué visión queremos para el país a largo plazo, qué cosas nuevas queremos imaginarnos haciendo y cómo pensamos que podríamos hacerlas. No podemos dejar que esta coyuntura única se convierta en una oportunidad desperdiciada para examinar nuestras decisiones históricas y formular nuevas posibilidades — se lo debemos a todos los que hemos perdido, a todos los que hoy día están sufriendo. Tenemos que creer que el futuro puede ser mejor que el pasado.

Quiero creer que para eso, más que un shock de inversiones, necesitamos un shock de innovaciones.

Foto de Franchesca Chacón, tomada del Archivo COVID19 Perú.
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