“Desde hace unas semanas estamos pasando a un modelo híbrido”, me dijo con un tono de incomodidad. “Tenemos que estar tres días a la semana en la oficina. Pero nosotros escogemos qué días”.

Le pregunté cómo se sentía su equipo al respecto — era la persona que lideraba el equipo de innovación, pero dentro de una industria bastante tradicional.

“Mira, la verdad es que yo le digo a mis chicos que si no tienen reuniones, no vengan. Ellos saben que no tiene sentido que estén acá a menos que tengamos que juntarnos con otra área”.

He escuchado montones de historias parecidas a ésta en los últimos meses, de todo tipo de organizaciones: una presión muy fuerte desde el liderazgo de la organización por volver a la oficina ahora que las cosas se han normalizado, y una reticencia de parte de los equipos que más bien han descubierto que el mundo remoto les funciona bastante bien (sin que eso quiere decir que sea perfecto). El compromiso se ha alcanzado con el llamado “trabajo híbrido”, supuestamente “lo mejor de ambos mundos”: pasar un poco de tiempo en la oficina, y un poco de tiempo en casa o en otro lugar. Muchas veces codificado como pasar una cantidad de días, o días específicos, trabajando desde la oficina.

El problema es que es uno de esos compromisos donde nadie es feliz. Porque no responde a la naturaleza del trabajo, no está pensado para hacernos más productivos ni para mejorar nuestra experiencia en la organización: el trabajo híbrido es la respuesta a una serie de ansiedades y preocupaciones sobre el control y la cultura en un equipo de trabajo. Es una respuesta comprensible, pero una que limita la oportunidad de que un equipo y una organización exploren una pregunta que hemos descubierto que es importante, y no es para nada evidente: ¿cómo queremos organizarnos para trabajar?

¿Pero cuál es el problema?

En principio, el concepto de trabajo híbrido tiene un montón de sentido. Pasas parte de tu tiempo trabajando de manera remota y conectando con tu equipo a través de plataformas digitales, y la otra parte de tu tiempo colaborando en persona en un mismo espacio. Lo mejor de todos los mundos. ¿Qué podría estar mal?

El problema está en dos lugares: en las motivaciones, y en la ejecución.

Muchas organizaciones — y sobre todo muchos jefes — nunca superaron la desconfianza original que les generaba trabajar sin la posibilidad de ver a su equipo trabajando. La pregunta que surgió mucho, y sigue surgiendo, es “¿cómo estamos seguros de que las personas están trabajando?”. Y las respuestas fueron diversas: desde organizaciones que obligaban a las personas a instalar software en sus computadores que monitoreaba su productividad, o qué tenían en sus pantallas, hasta las formas más comunes de llenar el calendario todos los días con reuniones para “asegurarnos de que estamos alineados”. La explosión en reuniones que caracterizó la experiencia de trabajo remoto de muchas personas fue en muchos casos el reflejo de la falta de confianza que muchos líderes tenían en sus equipos: una forma de ejercer control, o quizás un poco más amablemente, de ejercer “supervisión”.

Luego del experimento más grande en la historia alrededor del trabajo distribuido, la evidencia muestra todo lo contrario: las personas tienden a ser más productivas cuando tienen libertad para escoger cómo trabajan. Pero la desconfianza permanece, y muchos equipos de liderazgo ven en el retorno a la oficina, aunque sea parcial, una manera de recuperar un cierto control. Obviamente esto no es verdadero en todos los casos, y es algo que muchos resistirían admitir.

Quizás como consecuencia de eso, la ejecución del trabajo híbrido se está haciendo casi siempre pensando en las necesidades de la organización (y especialmente en las necesidades del equipo de liderazgo) y no tanto en las necesidades de los equipos y las personas. Cuando decimos que las personas tienen que pasar tres días a la semana en la oficina, estamos quitándole a las personas la posibilidad de viajar, de mudarse fuera de la ciudad, de ordenar sus días en función a sus preferencias personales — y lo estamos haciendo aún cuando ya tenemos la evidencia de que todas esas cosas no afectarán negativamente su productividad.

Trabajamos de maneras diferentes

Paul Graham, el fundador de Y Combinator y uno de los personajes más influyentes en Silicon Valley, escribió hace varios años sobre la diferencia entre el “horario del gerente” y el “horario del creador”. En su concepto, existen dos tipos de trabajo que coexisten al mismo tiempo que son incompatibles. Por un lado están los gerentes que coordinan y organizan el trabajo que se tiene que hacer: la manera como trabajan los jefes. Estas personas tienen que prestarle atención a muchas líneas de acción al mismo tiempo y están continuamente saltando de una a otra para entender qué está pasando y tomar decisiones rápidamente. La principal herramienta de la que disponen para hacer esto es la reunión.

Pero estas personas coexisten con creadores que efectivamente tienen que hacer todo ese trabajo realidad: tienen que escribir código, armar una presentación, producir un documento, diseñar un evento, escribir un comunicado, o tantos otros tipos de tareas. Estas actividades requieren concentración y se benefician de largos periodos sin interrupciones para trabajar. El principal enemigo de los creadores es la reunión: es lo que interrumpe la concentración y obliga a cambiar de registro, haciendo más difícil luego regresar a donde uno estaba antes.

Los gerentes necesitan que su equipo esté disponible para tener reuniones. Los creadores necesitan tener menos reuniones para poder hacer su trabajo.

La oficina funcionaba muy bien para los gerentes, pero no tanto para los creadores: al tener a todo el equipo reunido, era fácil jalar a cualquier persona para “una reunión rápida”. El trabajo distribuido, en cambio, casi siempre favorece a los creadores porque hace más difícil que uno sea interrumpido (puede ser extremo, pero uno siempre puede no contestar el teléfono) y pueda concentrarse en tareas por largos periodos de tiempo.

De allí que las empresas optimizadas alrededor de las necesidades de los gerentes — la gran mayoría — hayan sufrido mucho más por adaptarse al trabajo remoto que las empresas optimizadas alrededor de las necesidades de los creadores. Por ejemplo, para muchas empresas de tecnología, dedicadas a la creación de software, el cambio representó una transición menor.

Pero las personas quieren volver a la oficina

“Pero mi equipo dice que quiere regresar a la oficina”, me dicen muchas veces. “Están hartos de trabajar solos y quieren ver caras”.

Y eso es completamente cierto.

Las posibilidades del trabajo distribuido no quieren decir que de pronto no nos importa socializar, ni construir relaciones, o que todo es mejor de manera remota. Es importante también reconocer que no todas las personas tienen la misma experiencia trabajando de manera remota: hay personas que no tienen el espacio correcto, que viven con muchas otras personas, que se distraen con facilidad en sus casas, etc.

Más aún: hay actividades que, al menos en mi experiencia, casi universalmente son mejores cuando se hacen presencialmente. Talleres, capacitaciones, sesiones de trabajo creativo, reuniones de ideación: todas estas cosas fluyen mucho mejor cuando las personas se pueden ver las caras y leer su lenguaje corporal que cuando tienen que esperar el silencio en una llamada de Zoom para poder decir lo que piensan.

La clave, creo, está en que tenemos que diseñar nuestra cultura de trabajo alrededor de estas necesidades: las necesidades de las personas, y las necesidades del trabajo que hacemos — en lugar de tratar de codificar como políticas internas cosas que en su intento por ser neutrales y universales, terminan siendo poco útiles para las personas, o incluso contraproducentes.

La presencialidad puede sumar muchísimo valor en el momento correcto. Y ahora hemos descubierto que existen otras posibilidades que también suman muchísimo valor. Pero intentar forzar un equilibro entre ambas cosas como si pudiéramos decir que todo lo presencial pasa los lunes, o dos días a la semana, es artificioso y finalmente de poca ayuda para trabajar mejor. Tienen que haber mejores soluciones.

¿Y qué hacemos con la cultura?

Una de las cosas que más preocupan a los líderes respecto al trabajo remoto es cómo mantener viva la cultura. Cuando nuestra relación con el trabajo se convierte en una interacción con una colección de recuadros con caritas en el Zoom todos los días, se vuelve trivial cambiar una colección de caritas por otra colección de caritas. El trabajo remoto hace que el costo psicológico de cambiar de organización se reduzca radicalmente porque la experiencia cotidiana de la persona cambia muy poco.

Por eso muchos defienden el regreso a la oficina (parcial o total) como un intento por defender la cultura, el sentido de pertenencia, y el vínculo emocional de las personas con la organización.

Pero una cultura no es un espacio. El espacio puede ser un artefacto importante para una cultura, pero si el espacio cambia no quiere decir que la cultura desaparezca. Una cultura es un entramado complejo, difícil de diseñar y de manipular, que combina historias y memorias compartidas, un lenguaje común, y sobre todo un tejido de relaciones. Regresar a la oficina es irrelevante si eso solamente significa que en lugar de tener llamadas de Zoom en mi cocina ahora las tengo en otro espacio más lejos de mi cama — nutrir una cultura tiene que significar algo más valioso que eso. Tiene que ver con cómo nos aseguramos que las relaciones entre las personas se mantienen vivas, vigente, y significativas. Compartir experiencias presenciales es parte eso — pero no es lo único, ni la oficina es la única forma de presencialidad que importa.

La cultura no es lo mismo que la oficina, como tampoco querer socializar con otros sinónimo de querer volver a la oficina. El trabajo remoto puede muchas veces volverse solitario y aislante. Pero la solución puede ser mucho más rica que volver a lo conocido: mucha gente resuelve ese problema trabajando desde un café cercano a su casa, o creando espacios pop-up de coworking trabajando en la casa de amigos o colegas. No es difícil imaginar espacios de micro-coworking a nivel del barrio que brindan compañía y comunidad sin implicar viajes de media, una, o tres horas todos los días hasta el trabajo.

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Cinco principios para crear una cultura de trabajo distribuido

He tenido muchísimas conversaciones sobre este tema en los últimos años, y he visto decenas de casos de gente que lo está haciendo muy bien, y también de gente que lo está haciendo muy mal. Bien implementado, una cultura del trabajo que ofrece flexibilidad y autonomía, al mismo tiempo que construye relaciones y comunidad, puede convertirse en un activo de muchísimo valor para atraer y retener talento. Pero requiere pensar en la gestión de ese talento y en la gestión de la cultura de una manera diferente, al mismo tiempo que desafiante. La principal diferencia es que la organización tiene que apropiarse de su forma de trabajo y convertirla en una ventaja competitiva: un sistema operativo único, que responde a sus necesidades y a su historia.

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De todo lo que he escuchado, aquí hay cinco principios que me parece son un buen punto de partida para construir ese sistema operativo:

Deja que los equipos tomen sus propias decisiones. Uno de los grandes desafíos es que las organizaciones quieren establecer políticas transversales, cuando en verdad quien mejor entiende las necesidades de los equipos son los equipos mismos. En la medida de lo posible, son los propios equipos los que deberían decidir cuándo y cómo se reúnen, de qué manera prefieren comunicarse, etc. Si quieren trabajar remoto, que trabajen remoto. Si prefieren hacerlo de la oficina, que lo hagan. Si unos quieren hacer una cosa y otros otra, que se organicen. Sí, eso quiere decir aceptar que en una misma organización, diferentes equipos podrían estar optimizados de diferentes maneras — y que eso está bien.

Crea defaults, no estándares. En lugar de imponer un mismo estándar a seguir por todas las personas y equipos en la organización, es mejor proponer defaults: plantillas, esquemas, estructuras básicas que sirvan como punto de partida, y que los equipos tengan libertad de modificar según su propia realidad. En la gran mayoría de los casos, los defaults serán utilizados sin mayor cambio. Pero allí donde lo encuentren necesario, los equipos valorarán la posibilidad de poder ajustar las cosas a sus necesidades.

Crea una infraestructura que soporte la flexibilidad. “Tenemos que volver a la oficina porque estamos pagando un montón de plata por el espacio” es una pésima razón por la que volver a la oficina. Tus espacios, herramientas, y procedimientos deberían nutrir la flexibilidad y asegurar el alineamiento entre equipos. Un gran ejemplo es Trailblazer Ranch, un resort privado que ha creado Salesforce en medio de la naturaleza en California con espacios habilitados para tener talleres, cursos, capacitaciones, disponible libremente para cualquiera de los equipos de la organización.

Aprovecha la presencialidad de manera intencional. Piensa de manera intencional en cuáles son los momentos cuando la presencialidad tendrá el mayor impacto. Muchas organizaciones están estableciendo hitos a lo largo del año cuando reúnen a todo su equipo para alinear respecto a la estrategia, planificar proyectos futuros y fortalecer las relaciones dentro del equipo — y para hacerlo cubren los costos de viaje de las personas que tengan que trasladarse para participar.

Aprende de pequeños experimentos y replica los aprendizajes exitosos. Honestamente, yo no creo que nadie lo haya resuelto del todo aún. Pero creo que quienes están avanzando más rápido están convirtiendo su forma de trabajo en una ventaja competitiva e iterando sobre su sistema operativo como si fuera un producto más. Eso quiere decir experimentar con todo tipo de cosas vinculadas a cómo organizamos el trabajo y cómo funciona nuestra cultura. Diferentes equipos pueden ser responsables por correr diferentes experimentos, y luego compartir los resultados con toda la organización si es que vale la pena que sean replicados.


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