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Hagamos zoom out por un momento.

Este fin de semana cumplo años. Y como cada año, eso me pone un poco reflexivo — sobre el paso del tiempo, el significado de la vida, todas esas cosas. Más aún en estos últimos tiempos cuando el mundo parece haberse vuelto loco: en un taller de mapeo de futuros que hicimos hace unas semanas, “permacrisis” fue de lejos la señal de transformación que más resonó con los participantes. Mi único consuelo es que no soy solamente yo el que ha cortado el cable a tierra.

Es fácil perderse en las noticias, y en el doomscrolling — otra palabra maravillosa, para describir esos momentos en los que empezamos a scrollear a través de noticias, tuits, o tiktoks, y caemos en una espiral oscura donde solo nos enteramos de peores y peores noticias. Suena la alarma, agarramos el teléfono, y empezamos a doomscrollear desde que nos despertamos e inevitablemente empezamos a experimentar la realidad a través del lente del Apocalipsis. La evidencia señala que las malas noticias suelen viajar más rápido y más lejos que las buenas noticias. Y terminan por formarnos una versión distorsionada de la realidad.

Por eso esta semana quiero que hagamos zoom out por un momento, y tratemos de mirar el bigger picture, la figura amplia. Porque si vemos el gran mapa de todo lo que ha venido pasando en la última década, creo que aún nos quedan razones para mantenernos optimistas. Pero no porque las cosas simplemente vayan a mejorar porque sí, sino porque estamos frente a una gran oportunidad de dar forma a los acontecimientos futuros.

Uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo es que nos hemos acostumbrado a pensar en el cambio como algo que nos sucede, en lugar de algo que hacemos suceder. Hablamos sobre los impactos de la inteligencia artificial, o del cambio climático, o de TikTok, de la misma manera que hablamos de los fenómenos naturales: como fuerzas imparables que están más allá de nuestro control o agencia. Como si solo nos quedara esperar a ver qué pasa y cruzar los dedos para que todo, al final, termine mejor que como empezó.

Y no solo esto no es verdad, sino que en mi humilde opinión estamos frente a una oportunidad gigantesca. Estamos en el mero ojo del huracán, en el corazón de la tormenta, y las decisiones que tomemos colectivamente en los próximos meses y años determinarán si el futuro cercano se asemeja más a un páramo agreste, o si logramos desencadenar algo tan ambicioso como un Nuevo Renacimiento.

Así que hagamos zoom out por un momento: en primer lugar hagamos un breve repaso de todo-eso-que-está-pasando que debería empujarnos a imaginar nuevas posibilidades. Luego retrocedamos en el tiempo para entender cómo así sucedió el primer Renacimiento (y qué le faltó), para finalmente tratar de esbozar, aunque sea con brocha gorda, como podría verse un Nuevo Renacimiento que, además, podamos imaginar como incubado desde América Latina.

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Y es que están pasando un montón de cosas

Yo creí en un mundo de discos floppy con capacidad de 1.44mb. Hoy día no podría comprimir un PDF para ocupar menos de 1.44mb ni aunque mi vida dependiera de ello. Hoy día tengo más capacidad computacional en mi bolsillo que la que tenía disponible el Apollo 11 en 1969 para llegar a la luna. Y una buena manera para describir esta evolución es la Ley de Moore, formulada por Gordon Moore de Intel en 1965 para describir el incremento exponencial en la capacidad para colocar transistores en microchips a través del tiempo.

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En simple, cada dos años tenemos la capacidad para procesar el doble de información al mismo costo, o la misma cantidad de información a la mitad del costo. La capacidad computacional — los microchips — se han vuelto más potentes, más baratos, y más pequeños con el paso del tiempo.

Lo importante de la Ley de Moore son sus posibilidades sociales, culturales, y económicas, más que sus implicancias tecnológicas. Es lo que hemos podido hacer con esa capacidad computacional lo que importa. Porque ese crecimiento exponencial es lo que nos ha permitido crear los teléfonos inteligentes, repletos de sensores de todo tipo y conectados de manera inalámbrica con redes de comunicación que les permiten comunicarse de manera permanente con data centers tan ubicuos que hablamos de ellos como si fueran una nube computacional que tiene nuestra data disponible desde cualquier lugar y en cualquier momento. Y eso nos ha permitido crear aplicaciones móviles y máquinas virtuales y luego plataformas nocode que han reducido drásticamente el tiempo, costo, y habilidades que se requieren para desarrollar nuevas aplicaciones interactivas.

Hoy día es más fácil y barato que nunca antes en el pasado crear servicios y hacer llegar información y contenidos a cientos de miles o incluso millones de personas — al menos desde el punto de vista de lo que es posible. Eso tiene un impacto en cómo imaginamos las organizaciones: un paper de 1937 del economista Ronald Coase explicaba que era necesario que creáramos organizaciones para soportar los altísimos costos de transacción necesarios para cumplir con objetivo compartido. Pero cuando hace poco más de una década Facebook adquirió Instagram por $1,000mm, adquirió un equipo que tenía apenas 13 personas. La observación de Coase sobre la necesidad de las corporaciones deja de hacer sentido en un mundo hiperconectado — y es en buena medida esa obsolescencia la razón por la que hemos visto en la última década startups apalancadas en nuevas tecnologías comiéndose todo tipo de mercados por su capacidad para moverse de manera más ágil.

Lejos de interrumpir todos estos procesos que se han venido articulando por décadas, la pandemia de los últimos años ha servido como un catalizador en múltiples dimensiones. Quizás la más importante es que nos obligó a conducir el experimento más grande y radical que hubiéramos podido imaginar sobre el futuro del trabajo, y los resultados de ese experimento han modificado nuestra percepción sobre lo que esperamos del trabajo, de la vida, y del equilibrio que buscamos entre ambas cosas. Hemos demostrado que la colaboración a gran escala de grupos de trabajo distribuidos es posible y hemos aprendido muchísimo en el proceso — suficiente como para que los llamados a regresar a las oficinas como si nada hubiera pasado resulten absurdos (más aún cuando vienen en la forma de “un/dos/tres días por semana”).

Estamos ya, felizmente, del otro lado de ese gran interludio traumático que fue la pandemia. Pero no por eso dejamos de encontrarnos con fuerzas desproporcionadas que parecieran por momentos estar fuera de nuestro control: por un lado, estamos enfrentando una emergencia climática cada vez menos abstracta, cuyos efectos están rápidamente empezando a manifestarse en la vida cotidiana de personas en todo el planeta. Una emergencia climática que inevitablemente nos va a confrontar con la necesidad de reimaginar nuestras economías, nuestras cadenas de valor, e incluso nuestras conductas.

Por el otro lado, de pronto en los últimos meses la inteligencia artificial entró en el chat y ya no la saca nadie. Ni nadie nos salva del pánico moral que se ha generado en respuesta. Sí, la inteligencia artificial debería llevarnos a hacer una serie de preguntas profundas y complejas, y estamos avanzando hacia una transformación algorítmica inminente de las organizaciones precisamente porque esta tecnología tiene el potencial de amplificar el potencial creativo de millones de personas. Pero si esa amplificación resulta en la creación de una prosperidad compartida, o más bien contribuye a ampliar brechas de desigualdad, dependerá de las decisiones que tomemos en los próximos meses — no de la tecnología misma.

Están pasando muchas cosas más. Pero ya con esto tendríamos que empezar a preguntarnos: ¿cómo es que todas estas cosas conectan?

¿Qué onda con el Renacimiento?

En una de las plantas inferiores del Museo del Prado de Madrid está en exhibición una de mis pinturas favoritas: El triunfo de la muerte de Pieter Bruegel el Viejo. Realizada alrededor de 1562, la pintura captura de manera abrumadora la situación de Europa tras la devastación de la Muerte Negra, la plaga de peste bubónica que acabó con la vida de buena parte de las personas en todo el continente. Para el medioevo tardío, la Muerte Negra debe haberse sentido algo así como el fin del mundo — porque, en efecto, había un mundo que se estaba acabando.

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La pintura es notable también por lo que aún no tiene: perspectiva. En el estilo del arte de la Edad Media, todos los planos de acción existen al mismo tiempo sin un sentido de perspectiva lineal que dirija nuestra atención hacia ningún elemento en particular. La Muerte Negra se nos presenta con violencia simultánea, todo en todas partes al mismo tiempo.

Medio siglo antes, Rafael Sanzio pintaba un fresco en uno de los muros del Vaticano con La escuela de Atenas, una de las imágenes más emblemáticas del Renacimiento. La escuela de Atenas es icónica tanto en fondo como en forma: al imaginar y celebrar a Platón y Aristóteles en medio de un entorno de discusión filosófica, es ilustrativo del espíritu renacentista de volver a los clásicos para innovar y experimentar; en su composición utiliza la perspectiva lineal para articular la escena alrededor de los filósofos, de una manera que contrasta directamente con la pintura de Bruegel.

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Si estoy hablando aquí del Renacimiento (además de las inevitables ganas de nerdear), es porque como movimiento cultural se trató de una reacción ante la tragedia. Tras la devastación de la Muerte Negra, el mundo europeo necesitaba desesperadamente una nueva perspectiva, en sentido tanto literal como metafórico. Esa nueva perspectiva emergió de la conjunción de una familia muy diferente de innovaciones: el humanismo en la filosofía, la perspectiva lineal en el arte y la arquitectura, el liberalismo en la política, el método científico en las ciencias naturales y la relación personal e individual entre lo humano y lo divino del protestantismo. Y no es coincidencia que este cambio de perspectiva viniera de la mano de la creación y expansión de la imprenta de Gutenberg, que por primera vez hizo posible la experiencia individual a escala del texto impreso.

Los personajes que participaron de todo este proceso eran conscientes de que estaban participando de la creación de un mundo nuevo, aún cuando era imposible para cualquiera de ellos dimensionar el alcance que ese mundo tendría en los próximos siglos. Pero es importante también delimitar que este Renacimiento fue un fenómeno esencialmente europeo, del que deberíamos tener cuidado de hablar como si hubiera sido un proceso universal: desde una América Latina que en ese momento empezaba a ser colonizada — Hernán Cortés entraba a la gran Tenochtitlán en 1519, y Francisco Pizarro capturaba a Atahualpa en 1532 — las innovaciones técnicas y culturales del Renacimiento se escuchaban apenas como anécdotas lejanas, como cosas que les pasaban a otras personas en tierras lejanas. Parte de esta asimetría se ve también en que en el álbum Panini de personajes notables del Renacimiento, todas los nombres y las caras son más o menos parecidos

Es importante señalar estos límites porque si vamos a aprender algo del Renacimiento como proceso, tenemos que entender también sus omisiones. Porque podemos aprender mucho del Renacimiento como proceso: como una forma de articular una nueva perspectiva del mundo como respuesta a una tragedia indescifrable. Como una manera de hacer sentido de un mundo que se aparecía como caótico, tal como lo retrata Bruegel, y en ese caos encontrar la oportunidad para formular una nueva dirección creativa. Si vamos a atrevernos a hacer algo parecido, tenemos que atrevernos a hacer algo nuevo, algo propio, algo diverso y diferente.

Hacia un Nuevo Renacimiento

Es aquí que debo hacer una confesión. Mientras escribo todo esto, suena una voz dentro de mi cabeza: “¿Y tú quién te has creído?”, susurra cruelmente. “¿Quién eres tú para pretender conectarlo todo? ¿A quién le has ganado para venir a hablar de un ‘Nuevo Renacimiento’?”, me repite.

A nadie. No le he ganado a nadie. Pero miro hacia atrás y miro el Renacimiento y pienso, “eso se ve familiar”. Y miro a mi alrededor y veo todo lo que está pasando en el mundo y pienso, “quizás todo esto está conectado”.

“Quizás todo esto debería estar conectado”, pienso.

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La verdad de la milanesa es que cuando hablamos sobre el futuro, lo descriptivo, lo normativo, lo especulativo y lo desiderativo son indistinguibles entre sí. Lo que va a pasar, debería pasar, podría pasar, y quisiéramos que pase se confunden entre sí de manera inevitable.

El Renacimiento no sucedió porque una tarde de verano, Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio y Miguel Ángel Buonarroti se juntaron en una cantina del Piamonte y dijeron: “deberíamos empezar una revolución cultural”. Fue décadas más tarde, después de los experimentos fallidos y las innovaciones exitosas de cientos de personajes anónimos para la historia, que alguien miró hacia atrás y conectó los puntos y sentenció, “aquí pasó algo excepcional”. Pero todos esos personajes, anónimos o figurita de Panini, eran conscientes de que participaban de algo que los conectaba por lo menos en la medida en que estaban aprendiendo unos de otros, empujándose y desafiándose e inspirándose.

Creo que estamos pasando por un momento parecido — y como estamos en el ojo del huracán, es imposible verlo desde donde estamos parados. Está a todo nuestro alrededor. Pero fácilmente podría no suceder. Fácilmente podría disiparse toda esa energía, y la inteligencia artificial podría reemplazarnos al servicio de la optimización de costos y la emergencia climática podría desolar los campos y las ciudades y el futuro ser una combinación entre Terminator y Waterworld. Pero con Teams.

O quizás podemos pensarlo de otra manera: tenemos la oportunidad de conectar todas estas cosas para activar una revolución cultural. Y podemos hacerlo desde nuestra propia realidad latinoamericana, para variar — porque tenemos también la necesidad. Hemos sufrido las consecuencias de la pandemia de manera singularmente dolorosa, y seguimos aún sufriendo por recuperarnos. Nuestras democracias están polarizadas y fatigadas, nuestros servicios públicos desbordados. Nuestras economías hacen su mejor esfuerzo por mantenerse competitivas en un mercado global, pero siguen siendo esencialmente dependientes de la materia prima de turno como oportunidad para crear desarrollo económico. El racismo, la exclusión y la desigualdad siguen siendo moneda común a través de la región.

Entonces, ¿por qué no apostar por un Nuevo Renacimiento? Por construir una constelación de iniciativas nuevas que sepan capitalizar todo lo que estas tecnologías traen sobre la mesa — la posibilidad de construir organizaciones más ligeras y ágiles, con mayor alcance, que puedan tener mayor impacto a una fracción del costo. Desarrollar iniciativas que contribuyan a reconstruir una economía regenerativa que vea más allá de la sostenibilidad y apunte a la regeneración de nuestra relación con la naturaleza y nuestro tejido social. Crear los mecanismos que nos permitan amplificar la creatividad de todas las personas y comunidades de nuestra región, ayudando a conectarlas entre sí para crear aprendizajes cruzados e intercambios creativos. Y trabajar activamente para que cada vez más voces desde todas las diversidades posibles tengan lugar en esa gran conversación regional.

Me cuesta mucho pensar que la economía del futuro estará compuesta por organizaciones como las conocemos hoy — especialmente en América Latina, donde la tajada más grande de la economía sigue organizada de manera informal. Pienso en las organizaciones más ligeras y ágiles que estamos viendo emerger, que están abandonando la ilusión del hipercrecimiento para construir en su lugar modelos sostenibles y resilientes. Pienso en los nuevos modelos de financiamiento que están poniendo expectativas de impacto social y ambiental al mismo nivel que las expectativas de retorno financiero. Pienso en la manera como toda organización moderna se ha convertido en una red distribuida de personas repartidas a través de múltiples ubicaciones y zonas horarias. Pienso en la amplificación productiva y creativa a la que pueden acceder los equipos utilizando plataformas modernas de nocode e inteligencia artificial.

Y pienso en una constelación de iniciativas de todos los tamaños y formas trabajando para responder rápida y efectivamente a la lista interminable de desafíos que tenemos a través de la región — casi 600 millones de personas conectados por una red de lenguas, tradiciones, e historia. Y me hace sentido tratar de conectarlo todo, porque en los últimos meses he conocido muchísima gente que lo está intentando, y cada vez conozco más y pienso: todas estas personas haciendo cosas increíbles. Todas estas personas deberían conocerse y conversar.

Todas estas personas empezando una revolución cultural. Todo esto debería estar conectado.


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